En tiempos en los que la pausa
escasea, el humano se convierte en el soldado más aventajado del reloj. La
dicotomía de la victoria o el tiempo perdido. Los hay que, por fe o por exceso
de capital, creen ser dueños del tiempo, que anhelan enmudecer el tic-tac de
las agujas con el fin de obviar el paso de los años. La arena roza con suavidad
sus manos y se filtra entre los huecos que separan sus dedos para después
perderse en el suelo. El desenlace es sabido por todos, solo les queda esperar.
La espera es un andén, un banco, un
buzón. Una actividad paradójicamente pasiva. Es la negación del aliento antes
del beso, de la palabra antes del gol. La espera dicta cuán alargada será su
sombra. Minutos, semanas, décadas. La espera es un lienzo en blanco, nosotros, la
pluma que escupe sobre él. Pensarla es complejo, ya que está falta de forma, y
de nada sirve la experiencia cuando estamos con ella. Dando saltos por nuestra
agenda, redondeamos fechas lejanas para encontrar un horizonte a nuestro
esperar.
David Cortés, ex-jugador de
Mallorca, Getafe, Hércules y Granada, no vio puerta en ninguno de los 273
partidos que jugó en Primera. Cuantas noches en vela... Cuantos "Hoy sí que sí!"...
La poesía enfrentaba el sábado a
Santfeliuenc y Sants, conjuntos que en la jornada anterior perdieron sus partidos
por sendos penaltis en el descuento, estando sus heridas aún por cicatrizar.
Les Grasses era el escenario en el que estos dos correosos equipos iban a
batallar, y la paulatina huida del sol, una metáfora de la esperanza de ambos
por conseguir los tres puntos.
Con Sergio Navarro sentado en el
banquillo de nuevo, el Sants entró con buen pie a la contienda, queriendo el
balón y estando ordenado ante cualquier posible pérdida. Brian, de enhorabuena
por la convocatoria con la selección dominicana sub-20, ejercía cual Tipp-Ex en
el examen, corrigiendo cualquier exceso con o sin balón del Sants. Los
jugadores del Santfeliuenc quisieron felicitarle por el logro con un fuerte
balonazo al rostro nada más empezar.
Ambas escuadras firmaron un
prematuro pacto de no agresión hasta nueva orden, pues querían subsanar sus
respectivos déficits para volver al choque con los colmillos afilados. Los
locales, faltos de patrón de juego, se probaban prendas de muy variados estilos
anhelando una identidad propia sobre la que construir su edificio.
Había matices con los que trabajar, pero la inmediatez de la categoría y los
balones altos que mandaba el Sants dejaban encarcelado al Santfeliuenc en una
anarquía en la que uno jamás logra más que once. Todo esto ante la amenazadora
presencia de los visitantes, que dejaban reposar su mirada en los quehaceres
del conjunto del Baix Llobregat sin saber como ser de su ayuda.
El Sants, por su parte, estaba
enfrascado en debates internos más sencillos. La falta de precisión en su juego
se podía achacar a cualquier argumento de poco peso. Como tener un mal día, que
lo justifica todo. Mario y Borrull estiraban al equipo cual desatascador de
tuberías, pero tampoco ellos tenían las llaves que abrían la puerta a la
superioridad en el electrónico. Se acercó Borrull, también Aleix desde la
frontal. El Sants no parecía preocupado en exceso por la falta de finura en
campo contrario, pues esperaba el gol como quién entiende que el pizzero va
a llegar, sin apuros. El Santfeliuenc aprovechaba los
rincones que descuidaban los locales para buscar herramientas de cara al gol,
encontrando en el contraataque su mejor opción. Ambos eran felices con poco.
Llegó la media parte y con ella esa
brisa otoñal tan relativa para el cuerpo, ya que besa con pasión los tobillos
mientras el cuello la observa con recelo, rogando que no se fije en él. La
segunda mitad empezó asemejándose al inicio de un puente vacacional en
Barcelona. Todos parados, dentro del coche, saciados solo por la radio. Sin un
solo ápice de continuidad, el partido veía en la interrupción a su más cercano
suceso.
Tras el breve periplo por la
aridez, el partido se insinuó a locales y visitantes buscando ser conquistado
por el más pragmático. El "Sanfe" se percató de ello y presentó su
candidatura con un balón parado que pasó cerca de la meta de Katmandú -¿es este el mote definitivo?-. Cantí vio como el Sants podía quedar rezagado
en la carrera por el premio y replicó con un soberbio testarazo que a poco
estuvo de subir al marcador.
Jamás entendí a aquellos mezclaban
sesiones de estudio con bebidas energéticas. Hacer una pausa e ir al bar, de
acuerdo, pero el trago de Red Bull entre fórmula y fórmula me podía. El sábado
entendí muchas cosas cuando Abde y Suma saltaron al verde. El Sants estudiaba a
contracorriente y no podía permitirse ese cigarro que permite a uno volver con
más fuerza, así que engullió la lata de un sorbo. Los locales explotaban la
habilidad al espacio de Collado, extremo habilidoso que tonteaba con el partido
en cuanto el Sants no atendía.
Abde obvió su poca participación en
los partidos previos y salió a demostrar que tiene argumentos para rascar
minutos en cuanto los de arriba aflojen. Primero tras un delicioso envío de
Aleix (tenemos que hablar de Aleix), y luego tras buscarse la vida dentro del
área, el ex del Cornellà tuvo en sus pies, por méritos propios, el 0-1. En la
primera, por cierto, radiografió un control al alcance de muy pocos.
Tenemos que hablar de Aleix. De
Aleix y su diestra, que suena cual violín en el conservatorio. Cuando el
exterior de su bota besa el balón, las preocupaciones pasan a ser anecdóticas y la
cabeza rechaza la siguiente secuencia al quedar atrapada en un bucle del que
jamás querrá salir. Mi cuerpo, la almohada, y ese exterior del pie, por favor.
Llegados los últimos compases del
partido entraron los veintidós jugadores en un alambre ficticio en el que
cualquier paso en falso daba paso al desastre. Joel Paredes enfilaba la banda
local como si de una pista de atletismo de tratara, y los visitantes lo
intentaban con más pena que gloria.
La incertidumbre, sentada como una
más en la grada, alentaba a los seguidores presentes en busca de la sorpresa
final. Estos veían como el desenlace que tenían dibujado en la cabeza era cada
vez más utópico. Se negaban a agarrarse a sus sensaciones materiales, las cuales con el
paso de los segundos se crecían y alzaban el tono. La ilusión de los hinchas se
marchó con el pitido final, cuando cayó desplomada al suelo. La espera restaba
a su lado, acuchillada lentamente por el reloj. A lo lejos, y con cierta
desidia, la pena local apuntaba con el dedo al colegiado.
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