Viajar está sobrevalorado. Descubrir rincones del mundo, conocer nuevos
paradigmas, o traducir expresiones puede ser de gran provecho -a modo de
vivencia- para el visitante. Sin embargo, uno vive su periplo con una sofocante
intensidad, factor que suele dificultar la prolongación del ímpetu viajero, así
como de la estancia en cuestión, pues quién visita vive en un constante alambre
al tener que entender en todo momento los códigos que rigen sociedades
desconocidas. Que como en casa, en ningún sitio, vamos.
El Sants llevaba 7 jornadas
viajando -sin rumbo, además- por parajes tan hostiles como extraños. Durante
dicha travesía por el desierto, los de Tito Lossio se vieron desorientados en
más de una ocasión, y faltos de cobijo en más de dos. Las caídas en suelo ajeno
adquirían forma de aprendizaje, se decía, pero en realidad la única verdad
patente en la vorágine de sensaciones vivida por el conjunto santsenc era la
necesaria vuelta a casa. Plantilla, cuerpo técnico, e hinchas, todos
arropándose en el que consideraban el último tramo antes de despertar de la
pesadilla. Por cierto, hablamos de fútbol, deporte en el que nada abriga (o
desnuda) más que el resultado.
En el Municipal del Guinardó
esperaba el Martinenc, viajero en una situación calcada a la del Sants. El
equipo local llegaba al encuentro estrenando entrenador, como si esa fuera la
excusa, o la alteración en el guión que necesitaban para cambiar el rumbo.
Colista y antepenúltimo empezaban una pugna en la que muchos de sus miedos
saldrían a la luz. El Sants empezó tomando las riendas del encuentro, a lo que
el Martinenc respondió con intensidad. Ambos temían que el paso de los minutos
se tradujera en una paulatina pérdida de la confianza.
El Sants buscaba flaquezas en el
oponente sin estar ni siquiera seguro de sus facultades, puestas en duda por
los acontecimientos recientes. El Martinenc luchaba por evitar el disgusto,
ansiando encontrar estímulos en la simple manutención del empate. Al partido,
que estaba destinado a ser relevante para ambas escuadras, parecía darle pánico
coger trascendencia, pues prefería ser un capítulo de voces bajas y rostros
amargos. La imprecisión se contagiaba de zamarra en zamarra cual varicela en
una clase de primaria.
Nadie osaba romper con el miedo,
dictatorial en su aparición, cuando Mario Cantí se preguntó si rematar de
chilena un saque de banda tendría impacto en el resultado. Sirvió en largo
Fabre, el balón bajó con nieve, y en el vértice del área chica, Mario se
inventó un remate de espaldas poco ortodoxo que batió al meta local, rompiendo
con una sequía otoñal que duraba más de seiscientos minutos. Celebrar un gol
puede entrar en la cotidianidad de cualquier ciudadano. Sin embargo,
reencontrarse con ese sentimiento tras un tiempo sin hacerlo es un placer
reservado para los más pacientes, aquellos que comparten mesa con la fe partido
tras partido. Mario demostró en la celebración -señaló el escudo- lo lejos que
está el Sants de estar muerto.
El Sants había hecho lo más
complejo, más aún en Tercera, avanzarse en el electrónico. Quedaba más de una
hora de encuentro para defender con uñas y dientes el gol de ventaja. Mejoró el
Sants, también lo hizo el Martinenc. El partido aceptó por fin la importancia
de su rol y en el Guinardó se empezó a ver un completo repertorio de buenas
intenciones.
Pasada la media hora, Yamandú
volaba muy alto para negar el gol al Martinenc tras un meritorio lanzamiento de
falta. En la siguiente acción, un saque de esquina, el agarrón de Guille a un
rival fue observado de cerca por el árbitro, que no dudó en señalar la pena
máxima. La decisión, aunque discutida, pareció acertada. Roland Garros, sí, un
chico que se iba a apellidar Garros, y que por eso recibió el nombre de Roland,
anotó con cierta parsimonia el 1-1. Vuelta al principio, a los orígenes, a las
ventajas y desventajas que se daban la mano para huir del escenario. Aparecía
la igualdad. Se llegó al descanso sin más que dominios repartidos y una tensión
lineal que estaba lejos de ser la protagonista del envite.
La media parte transformó en
vampiros a gran parte de los aficionados presentes, que acudían con prisas a
cualquier atisbo de sombra preguntando por brisas que resfriaran sus ardientes
cogotes, calentados en el primer acto por un vehemente sol.
Se reanudó el choque con un
Martinenc correoso, los locales parecían mover ficha acercándose a la línea de
gol. Contrastaba su rendimiento con la pájara inicial del Sants, que tardó diez
minutos en salir del vestuario en su totalidad. Rebasada la hora de partido,
Tito Lossio dio entrada a Fran Avilés, que 'redebutó' tras ser repescado de
urgencia. Llegó el mejor momento "Santsenc", ese que acontece durante
la segunda parte y que contiene tramos de buen fútbol y ocasiones a partes
iguales. Aunque la efectividad había brillado por su ausencia en las fechas
previas, el domingo el Sants estaba decidido a materializar ese buen rato tan
esperado.
El Martinenc había entregado el
esférico al Sants, que avisó gracias a un cabezazo de Navarro. Minutos después,
Gaudioso recuperaba el balón -uno de tantos- y encontraba al
"Sheriff", que se zafó del central con facilidad para encarar al
meta. El chut no fue preciso, chocó con el cuerpo de Juan Manuel Beas, pero su
rechace fue de nuevo a Navarro, que remató impetuosamente con la testa para
marcar el 1-2. El Sants volvía a desigualar la contienda, poniendo el partido
cuesta abajo con veinte minutos por jugar.
Los minutos finales, fatídicos por costumbre en el seno "Santsenc", se acercaban de manera cauta,
andando con parsimonia, a sabiendas de que iban a llegar a tiempo. El pánico
merodeaba los subconscientes visitantes mientras la conciencia de estos
pretendía acabar con esa rencilla de pensamiento que tanto les devastaba. Juli
intentó romper con la etiqueta, pero naufragó en su cometido mandando el balón
fuera por poco.
El desastre quiso jugar entonces al
escondite con los jugadores del Sants. Avisó que ya había contado hasta diez y
hurgó por las diferentes habitaciones en su búsqueda. Acostumbrado a
encontrarlos con facilidad, no puso excesivas ganas en la tarea, cosa que
permitió a los blanquiverdes salir con vida del juego. Aunque no los pillara,
estuvo muy cerca, pues el Martinenc faltó a su cita con el gol en dos ocasiones
a balón parado en el añadido.
Sonó el pitido final, y rápidamente
el panorama futbolístico -11 contra 11- quedó desdibujado para conformar dos
emociones, una vestida de rojo, la otra blanquiverde. Los locales seguían
viajando sin rumbo, desesperados por encontrar la estabilidad, cabizbajos. Los
visitantes, por su parte, por fin volvían a casa, abrazaban el calor, y
respiraban júbilo tras demasiado tiempo conversando con la incertidumbre. El
Sants, que jamás en esta racha ha perdido la fe, así como tampoco la unión
entre plantilla e hinchas, vio la luz al final del túnel el domingo pasado, día
que puede significar un cambio de tendencia en la temporada. O no. Sea como
sea, las intenciones están ahí.
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